El Sonajero
Me gusta jugar. Soy egoísta con mi tiempo libre porque lo disfruto mucho. A día de hoy, el principal criterio que tengo para hacer las cosas es si me divierten o no. Me siento obligado a poco, en parte por las circunstancias favorables de mi vida, en parte por mi propia actitud. Ya no encuentro ni una pizca de culpabilidad en ello. Se tarda una vida entera en aprender a ser joven y yo me siento mucho más joven ahora que con 18 años, porque soy más libre, porque estoy mucho más dispuesto a jugar. Antes vivía pendiente de lo que debía ser, seducido como tantos chicos por la perspectiva de ser adulto. Ahora, ya adulto, solo vivo pendiente de lo que soy.
Juego porque, por suerte, tengo poco sentido del ridículo. De lo contrario, ¿cómo me atrevería a escribir? ¿Por qué le contaría mi vida y mis emociones a este grupo de lectores? Mi compromiso con mi propia exploración, la persecución incesante de mis gustos e intereses… Todo ese egoísmo infantil es lo que me hace verdaderamente libre, dueño de mí mismo, y al ser libre es cuando estoy disponible para el resto. Cada vez me da más igual lo que piensen de mí los demás, y esto no nace de la bravuconada sino de la honestidad. ¿Cuánto me importan a mí realmente las vidas de los otros? ¿Cuántas historias truculentas y escandalosas escucho a lo largo de los días que luego, pasadas las semanas, no soy capaz ni de recordar? Así razono cuando, además del poco sentido del ridículo que tengo de serie, necesito un empujón cerebral. Hay que jugar sin disimulo.
De alguna forma, el sentido lúdico de la vida es el amor por la vida misma y la feliz asunción de su absurdo, llegando al mismo lugar que el sentimiento trágico de Unamuno pero por un camino con sol.
Los juegos de los que hablo permanecen siempre como juegos. Me explico. A día de hoy, todo mi trabajo es plenamente creativo. Paso los días en una productora audiovisual, trajinando con guiones, pelis, series. Es una ocupación soñada y así la siento. Parecería entonces que mis ansias de jugar quedarían calmadas, subsumidas dentro de la función seria y adulta. Pero no es así. ¿Por qué sigo reservando una parcela de mi creatividad para mí mismo? ¿Por qué escribo y hago música con la misma entrega y desesperación que si trabajase en un aserradero? Esto me ha generado dudas hasta hace bien poco, como si cualquier cosa que se me pusiera por delante fuese poca, como si yo no valorase jamás cada oportunidad que me presenta el mundo, siempre pendiente de lo otro. Pero es que soy así.
Lo mejor que se puede hacer con las inclinaciones es no combatirlas. Da igual qué ocupación principal tenga en el futuro: dentro de mí persistirá el egoísmo infantil de reservar una porción de mi ser para mi gozo personal, alejado de la obligación, perennemente libre. Esta reserva, esta entrega hasta cierto punto es un camino sanísimo y directo para la felicidad. Es mi habitación de pequeño, con la puerta cerrada.
No huyo de nada. Mis juegos son una forma de decirme “sí, soy esto, pero también soy lo otro”. La eterna rebeldía por permanecer inclasificable, por, cuando los demás contesten abogado, padre o escultor, yo me tenga que encoger de hombros. Un niño soy. Un niño curioso.
FLECHITA PARA ARRIBA
Me he visto Vestida de azul (1983), un documental sobre seis mujeres transexuales en la España de los ochenta dirigido por Antonio Giménez-Rico. He flipado en colores. Obra de culto. Humano, crudo, divertido, triste. Está en ATresPlayer.
FLECHITA PARA ABAJO
Su último desenterrador.
Para Franco, que cincuenta años después de muerto sigue valiendo como excusa, esta vez de la compra de árbitros.
