Saberse ir

Por lo que sea esta semana ha venido a mi cabeza un recuerdo que tenía bloqueado en no sé qué baúl, y que sucede más o menos a mis doce años. Es una conversación de Messenger. En ella rompo con una novia de dos semanas, como las que se tenían en la época. Hasta ahí todo normal. Trauma superable. El problema viene después: ni corto ni perezoso le recomiendo que escuche Turn me on, una balada de Norah Jones, para superar la ruptura. Y le mando el enlace y todo. Quiero ser el director de tu melancolía, hasta cuando ya no esté. Quiero controlar cómo me echas de menos.

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Un tema de Norah Jones. Joder. Creo que era tan pequeño que no es ni pedante. Desde el presente me resulta más una canción de segundo divorcio, del género jazz para tienda de interiorismo. Nada que ver con las urgencias volátiles de la adolescencia. Además lanza un mensaje equivocado: en ella la propia Norah le está pidiendo a su antiguo amante que vuelva. Para matarme. Querida amiga, siento mi estupidez. Qué difícil es saberse ir. Porque quererse ir es tener todo el poder. Pero marcharse es perderlo de repente. Y ese tira y afloja es adictivo.

¿Qué pasaría por mi cabeza entonces? Yo supongo que, además de la pasión por la música, había en mí un deseo inconsciente de mantener esa superioridad, de operar con la mecánica exacta de los dioses: estando siempre presente y a la vez resultando inalcanzable.

Pero no solo he sido quien llevaba las riendas. Como todos, he alternado entre caballo y auriga. El caballo obcecado, corriendo tras la zanahoria; su cochero malvado, sosteniéndola, sabiendo que nunca la alcanzará. Aprovechando su impulso para llegar a no se sabe dónde, pequeñas carreritas que satisfacen egos e impulsos. Pobre caballo. Aunque el papel de víctima resulte muchas veces sugestivo (descargar la responsabilidad en otros), en el fondo nadie desea la pasividad, especialmente cuando ha probado la vida activa. Preferimos decidir a que decidan por nosotros.

Renunciar voluntariamente a la superioridad es antinatural. Cuando el poder es grande, a la gente hay que echarla a patadas. Se habla mucho de que los políticos no se van ni con agua caliente porque no tienen oficio ni beneficio, dónde caerse muertos. Siendo esto cierto en ocasiones, yo creo que no se van –incluso cuando su carrera está más que acabada– porque no quieren que les dejen de hacer la pelota. Cuando te llaman presidente todo el rato se te olvida tu nombre de pila, y no lo quieres recuperar.

Por eso admiramos tanto a quien se sabe ir, renunciando antes de que la vida renuncie por ellos. Van contra natura. La mayor grandeza es no dejar que tu grandeza te arrastre para abajo. Anticipar el fin. En este caso inocente, saberse ir es irse y punto, sin epílogos ni leches. Me voy. Adiós, adiós. Sin canciones, ni llamadas ni casualidades que permitan tener, aunque sea fina, una correíta de la que tirar de vez en cuando.


FLECHITA PARA ARRIBA

Mi primer BeReal, bebiendo vino con Martín.

Pensaba que mi tiempo en las nuevas redes sociales había acabado para siempre pero el otro día me hice BeReal y es tan tonto que me gusta.

FLECHITA PARA ABAJO

Hasta el logo me genera rechazo.

Nunca pasaré por TikTok, que para mi gusto reúne lo peor de las redes sociales y además es chino, que ya sabemos cómo se las gastan con los datos de la gente.