Dos máquinas
Hace unos años, cuando me mudé a esta casa, comprobé que la estrechez y tranquilidad de mi calle tenía algunas otras ventajas. A muy pocos metros de distancia –apenas separado por una vía de un sentido– se levantaba otro edificio prácticamente gemelo al mío. En todo eran similares: la distribución de las ventanas, los remates de la fachada, el tamaño de los pisos, los hierros del balcón… Estaban tan cerca el uno del otro que daban la falsa sensación de poder saltar entre ambos, de alargar la mano y tocarse. Ambos edificios ofrecían el espectáculo de sus vidas paralelas. Como un espejo.
Por puro defecto de escritor comencé a fantasear con mis vecinos, intentando sorprenderlos en alguna de sus perversiones cotidianas, cuando se sentían a salvo de cualquier mirada. De entre todos ellos hubo uno que empezó a llamarme la atención. Era un hombre calvo, gordo, un poco gris, de unos cincuenta años; el típico hombre casi invisible en el que nunca repararías salvo por un detalle: siempre estaba ahí. Pasaba los días y las noches sentado tras su escritorio, tecleando, haciendo llamadas, leyendo informes. Primero pensé que sería una víctima del teletrabajo. Luego, empleado de una empresa extranjera con otro huso horario. Al final pasé a confundirlo con el paisaje, como si fuera una antena del tejado o la misma teja.
Una noche de verano pues, bueno, yo había ligado, y estaba bebiendo vino con una chica. Por estas cosas que uno no se explica –mi casa tiene un señor salón, y un sofá en el que podrían magrearse diez personas a la vez perfectamente– nos empezamos a dar el lote en el balcón, con lo estrecho y peligroso que resulta eso. En medio de los calores, dos ojos fríos se me clavaron en la espalda. Era el vecino. Por primera vez había dejado de prestar atención a su trabajo y me miraba. Un documento de Word palpitaba en su escritorio. Coincidimos apenas un segundo y, antes de que yo pudiera avergonzarme, me esquivó y retomó su trabajo.
No supe más de él más allá de lo que ya sabía: que estaba perennemente rindiendo cuentas a su curro, y que a pesar de lo que había presenciado me ignoraba sin disimulo. Ahí seguía, como las estatuas, como el tiempo.
Una mañana, en uno de los recurrentes afters en mi casa, un chaval con los ojos como los del pescado en la pescadería rompió la penumbra del salón para asomarse al balcón a tomar aire. Santi, me llamó. Ven a ver esto. Me asomé y frente a nosotros estaba el vecino, con el móvil en la oreja pero sin hablar, mirándonos fijamente. Nos observaba desde la superioridad de su domingo frente a nuestro sábado. Con la lucidez que da el insomnio le sonreí. No sé si me sonrió de vuelta.
Hay una historia similar a esta en La Gran Belleza. Mientras Jep Gambardella y compañía montan unas fiestas maravillosas en su piso una sombra fantasmal los observa con desdén, sin decir ni mu. Es el vecino. Los juzga desde arriba, entre molesto y soberbio. No soporta su actitud. De repente un día se encuentran con que la policía lo está arrestando. Resulta que era un mafioso de cuidado, peligrosísimo. Jep lo mira asombrado y el vecino le espeta algo así como: “mientras vosotros os divertís y hacéis fiestas alguien tiene que ocuparse del país”.
El martes me crucé a mi vecino por primera vez a pie de calle. Iba cargando bolsas de deporte. A cada lado, un hijo protestón, lloriqueando y con la equipación entera de fútbol –y encima habían salido tocahuevos, porque uno la llevaba del Madrid y otro la del Atleti–. De repente una de las bolsas se rompió. Los niños no solo callaron sino que sacaron sus teléfonos móviles y se pusieron a ver TikTok. El hombre suspiró. Me acerqué compungido para ayudarle pero él me detuvo con un gesto. Tranquilo, ya me encargo yo. Se agachó con la precaución de quien tiene problemas de espalda y rehízo la bolsa como pudo. Al volver a alzarse me reconoció. Pensé que visto lo visto iba darme alguna lección de moralina, cuando seas padre comerás huevos etc, pero simplemente miró a mi balcón, después de nuevo a mí y dándome una cariñosa colleja con la mano libre me sonrió y me dijo “eres un máquina”.
Yo me emocioné por estar ante un espíritu tan grande. Nada hay peor que un resentido, nada mejor que quien se alegra por ver disfrutar a los demás. Decía Unamuno que hacía falta tener la grandeza de Cervantes para no odiar al resto del mundo por ser manco, escribiendo una obra que lo que desprende es amor a la vida y humor. El ejemplo contrario era Millán Astray, un mutilado que quería mutilar a todos como él. Con los ojos llorosos, le di un abrazo y le susurré al oído “vecino, el auténtico máquina eres tú”.
FLECHITA PARA ARRIBA

Hoy es jornada electoral en toda España y día señalado para los príncipes del ingenio que, como en cada cita, depositan unas rodajas de chorizo en el sobre a modo de protesta. Voto nulo, sí, pero ibérico al fin y al cabo.
FLECHITA PARA ABAJO

Lo que ha hecho el rapero JC Reyes difundiendo falsos desnudos de Rosalía para autopromocionarse es de las cosas más rastreras y absurdas que he visto en mucho tiempo. Espero que no quede en broma de mal gusto.