El Sonajero

Las citas. Se me vienen a la cabeza chispazos, tête-à-tête, trocitos de bares en los que una chica y yo quedábamos un día para hablar y ver si nos gustábamos.

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Hubo un tiempo en el que me preocupaba mucho de que el lugar hablase por mí. Que fuera mi embajada. Llegué hasta a tener citas en el museo del Prado, como el de Buenas noches. En un entorno así, ¿quién no se enamoraría de mí? Pasados los años descubro que lo que en mi cabeza era una escena de Woody Allen para ella constituía el enésimo mansplaining del Barroco. Qué tío. Lo peor de estas cosas no es hacerlas, sino no darte cuenta de que las haces. Aunque sea un buen rato después.

Hubo un tiempo en que mis citas eran una pasarela para el sexo, sin importarme nada más. Una vez obtenido mi botín me entraba el vacío existencial, la pregunta del por qué. En palabras del griego Galeno, “todo animal está triste después del coito, excepto la hembra humana y el gallo”. De esto deduzco que Galeno conocía muy poco a las mujeres y demasiado a los gallos.

Hubo un tiempo en el que trataba a mis citas como obras de ficción. Quería conocer genuinamente al personaje que tenía enfrente; entender sus mecanismos narrativos, su manera de pensar. Me pasaba de largo, claro: al final acababa convirtiéndolo en un examen tipo test en el que solo suspendía yo, por preguntón y reservado.

Hubo un tiempo en el que las citas eran meros pasatiempos. Solo quería divertirme un rato y charlar. De esto ni de coña me arrepiento. Ser la mera diversión de alguien es de lo mejor a lo que se puede aspirar.

Hubo un tiempo en el que las citas eran obligadas, porque me las pedían a mí. Casi nunca acababan bien: gustar es el camino más corto para que alguien no te guste.

En este ir y venir de citas lo normal es que yo pegase un tiro y alguien respondiese agua, porque el amor es una cosa caprichosa, como un Pokémon legendario: raro es que aparezca y todavía más raro que estés en disposición de atraparlo. Pero de repente una de estas chicas me gustaba. Y ahí empezaban los problemas. Cuando me enamoro me vuelvo completamente discapacitado. También un sesudísimo estratega. La consecuencia es que acabo teniendo planes muy complejos y muy poca capacidad para llevarlos a cabo.

Todo mi descaro despegado se transforma en un patológico desastre. Con las chicas que me daban más igual le podía dar al pico, incendiar Madrid o sacar un conejo de la chistera. Con mi ex novia –por ejemplo– necesité tres citas para hilar una frase coherente. ¿Cuántos amores me he perdido y cuántos escarceos me han sobrado?

Estos tembleques tienen su razón de ser. Pocas cosas me dan más vértigo que una mujer que me atraiga, porque al final el vértigo es eso, el mareo existencial por las ganas que sientes de saltar al vacío.


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Nada por aquí nada por allá.

Me quedo este puente en Madrid, y con gusto. Hay una magia especial en la ciudad que se “vacía”. Los que seguimos en ella formamos una secta en la que nuestras relaciones se intensifican, agarrados los unos a los otros de una manera particular. La escasez es creativa.

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