Llevo varios fines de semana durmiendo en hoteles por causas ajenas a mi voluntad (bodas). No pisaba tantos desde los tiempos de gira y furgoneta.
Hay quien de los hoteles admira la limpieza, el confort, la comodidad… Para mí es la posibilidad de mancillarlos, de la tregua que se permite la moralidad solo por el hecho de estar en una habitación que no es la tuya. Me recuerda a una amiga mía que con desconocidos es capaz de las mayores obscenidades pero luego con sus novios se comporta con mesura y hasta con frialdad. Es que luego les tengo que ver la cara al día siguiente, me dice. En esta metáfora mi amiga sería la habitación de hotel, y la comprendo. ¿En qué otro lugar del mundo no es una guarrada comer cosas en la cama?
De los hoteles se ha hecho mucha literatura de la sofisticación y yo reconozco que me aburre un poco. Quizás es que soy joven y me gusta más la fruta que los árboles. Sí que admito la ternura: una señora le dijo a mi madre en Italia que teníamos una familia preciosa y luego le contó que ella iba todos los años a Ravello, sola, porque su marido había fallecido. Era el lugar en el que más felices habían sido.
Respeto mucho a esa señora, pero yo en el hotel lo que siento es una invitación a la decadencia. Tenían razón los curas del colegio cuando decían que nos mantuviéramos ocupados, porque la ociosidad engendra tentaciones. Si el alma se aburre –un aburrimiento gozoso– busca diversión, y al final la diversión siempre lleva al pecado.
Tengo la suerte de manejar un vocabulario hotelero envidiable (room service, club sandwich, infinity pool…) pero hay uno que se me escapa: el late checkout. Porque los hoteles te expulsan con una patada de realidad en el culo, y da igual el do not disturb o las alarmas que te pongas que el domingo a las 12:00 te van a llamar de recepción y tú con la boca pastosa vas a responder que sí, que ya estabas bajando. Luego las maletas en consigna y a vagar en busca de un bar donde se sirva un buen café con leche.
Esas horas deambulo por la ciudad, deslumbrado por la belleza sonámbula que tienen las cosas de resaca. Es un paseo feliz –salvo que verdaderamente me haya excedido el día antes– porque me gusta pasear y me gusta la gente, y eso es lo que hago, pasear y ver gente.
Pasado el trance de los medios de transporte –que, seamos honestos, tienen mucha más mística a la ida que a la vuelta– llego por fin a casa. Cuando termino de deshacer la maleta se cierra un capítulo. Todo lo que he hecho se queda atrás, perdido en esas habitaciones sin dueño, un cuerpo, una promesa, un error, anclado en un limbo que nunca más existe. Por eso el hotel es el lugar perfecto para ser otra persona, que es otra forma de ser uno mismo. Y luego… Y luego desaparecer.
FLECHITA PARA ARRIBA

El minibar, escenario de atracones gloriosos aunque también de decadencias sorprendentes, como el alcoholismo de Raphael.
FLECHITA PARA ABAJO

Los desayunos. ¿Existen de verdad? ¿Alguien lo ha comprobado?