El Sonajero
Me pregunta si sé su nombre y por un momento dudo. ¿Lo sé? Antes de que mi cabeza atropelle a mi lengua respondo instintivamente. Ah bueno, me dice. Sonrío. Pues claro que lo sé. Lo llevo sabiendo unos cuantos años ya. Vamos andando por la Marina, muy de noche, con los veleros a un lado y los bares a otro. Unos minutos más tarde le confieso a sus amigas que me imponen cierto respeto. Entre friki y honesto alzo la copa y digo que cada vez que vuelvo a Coruña sufro una regresión: tengo de nuevo quince años. Por tanto, las jerarquías, miedos e inseguridades de entonces regresan a mí como si acabasen de nacer, y retorno a esa persona incompleta que es un adolescente, el mismo que realmente era cuando vivía ahí.
Con total justicia se ríen un poco de mí y me preguntan si les tengo miedo. Sería absurdo: sé de su existencia desde hace media vida, y aunque nunca las he tratado mucho siempre las he tratado algo. Jamás en Madrid, por muy divo o resultón que fuera el plan, me he sentido menos que mis acompañantes. Pero es que a Madrid volví con dieciocho y ahora ya estoy, si no hecho entero, bastante formadito.
Respondiendo a su pregunta, no tengo miedo. Pero sí cierto respeto. La adolescencia se parece al Age of Empires: al inicio solo ves las cuatro casillas de tu entorno y el resto es oscuridad. Eso propicia una mitología sobre las personas que ahora te resulta estúpida pero que, en ese momento, te creías, igual que los griegos se creían la suya. Por eso la gente tiende a agruparse en pandillas, y por eso las amistades son tan importantes en la adolescencia. Decía Manuel Jabois que los hijos son lo que quieren sus amigos, no lo que quieren sus padres. Yo con mis amigos de Coruña también sufro regresiones. Es juntarnos dos o tres y sentir cómo renace el mongolo interior. Pero eso solo pasa cuando nos juntamos.
Mi magdalena proustiana es el ambiente. Los rostros conocidos, las vagas referencias, los noviazgos del pasado. Regresan tan de golpe que me ponen en mi sitio, como si todo lo que yo he sido después fuera un disfraz, algo que he inventado para taparme. Me pasó hace un tiempo con una vecina de la infancia: la había visto llorar por un raspón en bicicleta; con diez años me había dicho, muy chula –y esto lo recuerdo perfectamente– “Santi, me gustaría seguir jugando contigo pero me voy a subir a mi casa a echarme una crema hidratante”, no era posible que ahora viviese en el extranjero y fuera una excelente profesional. ¡Si todo eso es mentira!
Por eso amo volver a Coruña. Nos pasamos la vida manoseando la nostalgia, trayendo al presente los momentos estelares del pasado como si fueran su única verdad. Pero son un souvenir. La verdadera adolescencia no es mi primer húmedo morreo en los parques de Icaria ni aquella vez que le pegué al larguero desde el centro del campo contra el Dépor. No. Tiene más que ver con estos pasajeros episodios de duda y timidez. Con no acordarme de su nombre. ¿Cómo me llamo? Lucía. Ah, bueno. En unos días regresaré a Madrid. En ella, terreno de mi juventud, la luz está encendida y a todo el mundo se le ve la cara.
FLECHITA PARA ARRIBA

Una conversación navideña me ha hecho recordar la película de La Banda del Patio, esa en la que tienen que salvar el… verano. Qué puta maravilla todo, desde las Ashleys a Mickey cantando en plan hippie Green Tambourine, de The Lemon Pipers.
FLECHITA PARA ABAJO

Lo último que comentaré del Mundial es el enorme afán que tenía todo el mundo por salir en la foto, por figurar. No es una cosa exclusiva de nuestro tiempo, pero sí un mal que se ha acrecentado. Desde el que le puso la capa a Messi hasta Salt Bae pasando por Macron. Qué espectáculo.