sinsentido
De adolescente tuve, como todos, una etapa existencialista en la que me entraba el vértigo de estar vivo. En mi caso venía canalizada a través de las lecturas de Herman Hesse y Baudelaire, y también por cierta romantización del sufrimiento, porque uno de los requisitos indispensables para estar triste es sentirse especial. Por suerte la realidad me vacunaba enseguida, no a base de hostias sino de amores. Mi entusiasmo por la guitarra o los labios de una compañera superaban con creces las tentaciones depresivas de la incomprensión. Eso no significa que fuese un tipo superficial; simplemente tenían más peso las cosas que daban sentido a mi vida que las que no.
Como soy un maniaco del control en busca de la honestidad llevo meses preguntándome cuáles son hoy esos pilares de mi existencia, aquello que verdaderamente me pirra y me hace del todo feliz. Mi lista se reduce a cuatro. Sin ningún orden en especial: el arte, la amistad, las chicas y la familia. Me gusta porque podría haber respondido lo mismo con dieciséis años y porque mi felicidad depende de afinidades universales y sencillas. No pretendo disfrazarla de nada. A la desgracia –que tiende a considerarse única en su especie– yo opongo los placeres de un hombre común.
Dicho esto, nunca me definiría como un vividor. De entrada porque tiendo a la moderación y detesto la opulencia; sobre todo porque cuando pienso en quien se define como vividor me viene a la cabeza un tipo graso, descuidado, sin ninguna gracia al vestir; alguien que cree que los libros escritos por mujeres están escritos para mujeres, que ama mucho el campo y encuentra lejanísimos mundos que para mí son muy cercanos, como la exfoliación o las infusiones de menta. Aquí van mis prejuicios.
En el pozo de mis angustias actuales (¿llegaré alguna vez a ser el artista que creía que podía ser?) no duro ni cinco minutos sin recibir ese agradable pinchazo en el culo del amor, la belleza, el deseo o el compañerismo. Al principio pensaba que era un consuelo, casi una rendición. Como un alto en el camino de mis ambiciones. Pero la realidad es que cada vez supone más el propio centro, la razón de ser de lo demás. No soy único, no soy original: lo que ha hechizado a tantos hombres antes que a mí es tan grande que no puede explicarse. La vida, por sí sola, basta.
FLECHITA PARA ARRIBA

Para The 1975, a los que, por fin, tras mil años, he visto en directo. Os quiero, chicos.
FLECHITA PARA ABAJO

Entre mis lecturas actuales se encuentra La muerte en Venecia, de Thomas Mann. Aunque disfruto de la historia y su evidente morbo, el estilo –uf– me está poniendo la zancadilla. Así empieza el capítulo 4.
“Día tras día, el dios de las mejillas de fuego guiaba desnudo su ignívoma cuadriga por los espacios del cielo, agitando sus rubias guedejas al soplo del impetuoso euro”.
Por cosas como estas cada vez defiendo más la oralidad.